lunes, 23 de agosto de 2010

Los Jedis y la mala sangre

Agonizaba el siglo XX aquella madrugada de sábado, cuando el jedi subió al autobús. En esos días, el SIDA era un plaga aún poco conocida pero monstruosamente mortal. El colectivo 278 se puso en marcha hacia el oeste de Quilmes, zona de frigoríficos sedientos de sabiduría informática. El Jedi se sentó en la segunda fila de asientos, extrajo un libro y se sumergió feliz en la brutal prosa de Vonnegut. Al promediar el recorrido, el vehículo se detuvo para recoger un peculiar pasajero: un hombre joven, pelilargo y totalmente ensangrentado, de la cabeza a los pies. Con una mano sostenía con poco éxito la hemorragia de su cuero cabelludo, con la otra, se aferraba al pasamanos tratando de no caer. Silencio.
El conductor miraba al herido con gesto indeciso entre el espanto y el asco. El resto del pasaje contemplaba aterrado. Todos sabían de sobra que la sangre ajena era, por esa época, un seguro vector del peor de los males: la infección terrible que acabaría tarde o temprano con la especie humana. Yallí, sin pensarlo del todo, el Jedi decidió que era mejor morirse de pie que vivir arrodillado, o sentado mirando para otro lado. Entonces se puso de pie y le tendió una mano al hombre herido, lo sentó y le preguntó qué había pasado. Me han golpeado, para robarme. Inmediatamente el conductor se ofreció a llevarlo al hospital, y hacia allí partieron los seres humanos. Ya en la sala de guardia, un contertulio eventual le dijo al Jedi que no volviera a ensuciarse con sangre desconocida, que tal cosa era un peligro mortal y mejor no meterse. El Jedi sonrió meneando la cabeza y confiscó un par de guantes descartables de una mesa móvil. Desde aquel entonces los lleva siempre en su mochila, visto como está que por mucho SIDA que haya, los desconocidos no tienen previsto dejar de sangrar ante los golpes de la vida.

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